Un itinerario de quejas, que ignora la providencia de
Dios
Eran frecuentes las quejas en el Israel del desierto.
Había en ellas fundamento: el desierto es hostil e inhóspito; Egipto parecía
más seguro (sobre todo idealizado desde lejos). Y el pueblo quería seguridades.
Por eso murmuraba, no sólo contra Moisés –el líder perceptible-, sino también
contra Dios –responsable último de aquellas incomodidades-.
El ciclo se repetía mil veces: protesta airada,
castigo pedagógico, conversión forzosa e intercesión de Moisés, perdón y
salvación generosos por parte de Dios. Y vuelta a empezar, pasadas unas cuantas
dunas. ¡Qué difícil es aprender a confiar cuando uno lo pasa tan mal! Y, sin
embargo, el Dios providente no se desentendía: la liberación de Egipto fue
definitiva y la tierra prometida se hizo realidad a su debido tiempo.
Esta vez el castigo pedagógico fueron las serpientes,
y fue también una serpiente la que facilitó el seguir viviendo (la serpiente
era, en algunas culturas antiguas, símbolo de fecundidad y de protección contra
fuerzas maléficas y para curar enfermedades). En plena Cuaresma, esa serpiente
levantada, antídoto contra el mal, está evocando al Hijo del Hombre del
evangelio de hoy, también levantado para ser reconocido e invocado como
liberador definitivo de la mayor esclavitud, la del pecado. Somos invitados una
y otra vez a la confianza, más allá de la queja y la protesta: Dios es siempre
fiel a sus promesas, aunque parezcan lejanas y necesiten una larga paciencia.
Una invitación a descubrir a Jesús, más allá de
cualquier controversia
Jesús era un enigma para los judíos, que no acababan
de descifrar su identidad. Lo juzgaban desde ‘abajo’, y así les resultaba
desconcertante; su origen y su destino eran objeto de frecuentes controversias
que no aclaraban nada. Partiendo de los criterios de siempre no era posible
discernir su sorprendente novedad.
Era necesario situarse en otro plano, contemplar al
Hijo del Hombre desde ‘arriba’, desde la fe, desde la perspectiva de Dios. Era
necesario dejar a un lado ‘lo de siempre’ y abrirse a lo nuevo y prometedor.
Era necesario recibir, con un corazón bien dispuesto, aquella Buena Noticia que
traía de parte de Dios un hombre sin ningún poder, pero dotado de una
impresionante autoridad: la de su palabra luminosa y penetrante.
Las dudas sobre él se disiparían definitivamente –lo
anticipó él mismo- cuando fuera ‘levantado’ sobre la tierra; entonces se sabría
por fin quién era. El sentido de la elevación del Hijo del Hombre sólo puede
entenderse a la luz del misterio pascual de su muerte y resurrección. Para el
evangelista Juan ése es el momento por excelencia de la glorificación de Jesús:
cuando sea elevado sobre la cruz, será elevado también en la gloria y su
condición divina aparecerá a los ojos de todos, al mismo tiempo que la verdad
de sus palabras.
Preguntémonos sólo estas dos cosas: ¿Hemos descubierto
en la cruz de Jesús al enviado de Dios que ha venido a salvarnos? ¿Aceptamos
las contrariedades de la vida, con la convicción de que en ellas está siempre
presente el mismo Dios que acompañó a Jesús en la cruz?
José Alirio Lagarejo Palomeque
Sacerdote
El Señor me escuchó y tuvo compasión de mí. El Señor se ha hecho mi auxilio (Sal 29,11) ✍
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