5 de abril de 2020
REFLEXIONANDO LA PALABRA
Confiar en Dios en medio de la pruebas de la vida
La primera lectura de este domingo está tomada de los
llamados cantos del Siervo de Yahvé que se encuentra en el libro del profeta
Isaías. Con estos cantos el profeta pretendía alentar al pueblo elegido que
estaba en el exilio para que no cayera en la desesperación. Y le recuera que
también en esa situación difícil sigue siendo el Siervo de Dios, y que el Señor
sigue contando con él para llevar a cabo su obra de salvación en el mundo. Dios
sigue alimentado a Israel con su Palabra cada mañana, aunque eso ni le ahorra
la persecución que sufre a causa de su fe.
Isaías describe muy bien la relación que el Siervo
mantiene con Dios: es una relación marcada por la «escucha» de la Palabra de
Dios. En la Biblia escuchar es lo mismo que confiar. Confiar en Dios conduce a
abandonarse serenamente a su voluntad, porque se sabe por experiencia que esa
voluntad solo puede ser buena. Dios no puede querer nada malo para sus hijos.
San Pablo dirá que en todas las cosa interviene Dios para bien de los que le
aman, es decir, para bien de los que confían en él. También de las pruebas de
la vida Dios hace surgir el bien. En cambio, la desconfianza lleva a dudar de
sus intenciones, a rebelarse ante las pruebas, a creer que nos ha abandonado o
incluso a pensar que el Señor encuentra cierta satisfacción en nuestros
sufrimientos.
Confiar en Dios es ya de entrada un don suyo. Lo
propio del creyente es reconocer que en definitiva todo es don.
De esta confianza nace la audacia para entregarse al
servicio de los demás y la resistencia en las pruebas.
Aunque el profeta Isaías no estaba pensando en Jesús
cuando escribió este texto, sin embargo, nadie como Jesús cumplió estas
palabras. Pues él ofreció su espalda a los que le golpeaban, su mejilla a los
que mesaban su barba. No ocultó su rostro a los insultos y salivazos. Y ofreció
su rostro como pedernal. Estas últimas palabras expresan su resolución firme y
voluntaria de llevar hasta el final su misión, confiando de forma
inquebrantable en la ayuda del Padre. Jesús sabía que el Padre le ayudaba; por
eso no quedó confundido ni avergonzado.
Los primeros cristianos supieron ver en este pasaje de
Isaías una profecía de la Pasión del Señor.
"Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has
abandonado?"
El Salmo 22 comienza por este grito desgarrador ante
el silencio de Dios en el momento de la angustia, que sacado de su contexto se
puede entender al revés. Para comprenderlo bien hay que leer el Salmo entero.
En él se expresa en primer lugar la situación del pueblo elegido en el exilio
de Babilonia. Israel experimentó el exilio como una condena a muerte. El Salmo
lo describe como a un crucificado del que se burlan los viandantes riéndose de
su confianza en Dios, que ahora parece no haberle servido de nada; crucificado
al que le han taladrado las manos y los pies; del que ya se han repartido sus
ropas y han echado a suertes su túnica ante su mirada, antes de que haya
exhalado su último suspiro. Pero en medio de su angustia, Israel no cesó de
acudir a Dios, no cesó de orar y no dudó un solo instante de que Dios le
escuchaba. Aunque estuvo a punto de ser borrado del mapa, Dios intervino
milagrosamente en el momento decisivo. Gracias a esa intervención escapo de la
muerte, es decir, regresó del exilio a su patria. El Salmo que había comenzado
por un grito desgarrador de angustia, concluye gritando todavía con más fuerza
la alegría y la gracia de haber escapado del horror.
Este Salmo es la oración de alguien que sufre y que no
duda en gritar a Dios su sufrimiento. En situaciones semejantes también
nosotros podemos hacer lo mismo que el salmista: podemos gritar a Dios nuestro
sufrimiento, pero sin dudar un instante de su amor, aunque las apariencias nos
sugieran lo contrario.
En los dos primeros evangelios se nos dice que Jesús
murió pronunciando las primeras palabras de este Salmo. Pero la continuación de
los hechos nos muestras que el Padre no guardó silencio ante su muerte sino que
respondió a este grito resucitándolo de entre los muertos.
Obediente hasta la muerte y una muerte de cruz
El cántico de la carta a los Filipenses es más antiguo
que la misma carta. San Pablo tomó este antiguo himno ya conocido por los
cristianos de Filipos y tal vez lo retocó. Con este cántico quería convencer a
los Filipenses para que cambiaran su comportamiento marcado por las divisiones,
proponiéndoles el ejemplo de Cristo, quien durante su vida terrena eligió un
modo de vivir duro y costoso solo por amor a la humanidad, solo para salvarla.
A pesar de que por ser Dios podía gozar de todos los privilegios propios de su
condición divina, sin embargo eligió la obediencia y la humildad, aceptando
identificarse con los hombres incluso hasta experimentar la muerte. En
realidad, san Pablo no invita a los Filipenses a imitar tal o cual ejemplo de
la vida de Cristo, sino la actitud más profunda de su existencia, es decir, la
actitud que le acompañó desde la Encarnación al Calvario: su total entrega a la
voluntad del Padre. Esto es lo que le llevó a su vaciamiento, a su abajamiento,
a su desprendimiento total. La obediencia de Jesús es la antítesis de la
desobediencia del primer Adán. La obediencia de Jesús rescata infinitamente la
desobediencia de Adán. Si aquella desobediencia trajo la muerte para todos, la
obediencia de Jesús nos trae la vida verdadera.
Jesús obró como hombre para mostrarnos el camino que
también nosotros debemos seguir: solo el camino de la humillación y de la
obediencia desemboca en la resurrección. La obediencia es la actitud del
diálogo perfecto con Dios; la obediencia comienza con la escucha de la palabra
de Dios, una palabra que no es más que amor, y que por eso puede escucharse sin
temor.
La Pasión según san Mateo
La lectura de la Pasión no deja de conmovernos. Es una
llamada a la conversión. En la Pasión de Jesús es el Padre el que nos dice todo
su amor, nos muestra hasta dónde está dispuesto a llegar en su amor a la
humanidad: hasta darnos lo más querido, a su Hijo. Dios quiere persuadirnos con
este hecho para que nos dejemos convencer de que solo respondiendo con amor a
su amor así expresado podremos alcanzar lo que anhelamos en el fondo de nuestro
corazón y que con frecuencia buscamos por otros caminos.
Los cuatro evangelistas coinciden en lo esencial a la
hora de narrar la Pasión del Señor; pero cada uno de ellos se ha fijado en
ciertos detalles que no cuentan los otros, poniendo así su propio acento. En
todos estos relatos llama la atención el silencio de Jesús; él habla muy poco;
son los otros los que dicen y hacen. Jesús calla.
Como no podemos comentar todo el texto de la Pasión,
nos centraremos solamente en los episodios que solo se encuentran en la versión
del evangelista san Mateo.
Él es el único que nos dice el precio exacto que los
Sumos Sacerdotes pagaron a Judas a cambio de su traición: treinta monedas de
plata. Este detalle tiene una gran importancia, pues ese era el precio fijado
por la Ley para la compra de un esclavo. Ese precio muestra el «desprecio»
tanto de los Sumos Sacerdotes como de Judas hacia Jesús, hacia el Señor del
Universo. Ese dinero sirvió para comprar el campo del Alfarero. Este Alfarero
es también Dios, quien modelo al hombre de barro. Por esta compra los
extranjeros que morían en Jerusalén obtuvieron una tumba donde ser enterrados.
El precio de Jesús nos hace reflexionar hoy sobre el
precio o aprecio que nosotros sentimos por él. ¿Qué valor le damos a Jesús en
nuestras vidas?
Otro detalle que solo encontramos en el evangelio de
san Mateo es que durante la comparecencia de Jesús ante Pilato, la mujer de
este envió a alguien para que le dijera de su parte: «No te metas con ese justo
porque esta noche he sufrido mucho soñando con él». En la narración evangélica
queda de manifiesto que este juicio le incomodaba mucho a Pilato, pero no tuvo
la valentía de hacer justicia, pues sabía que Jesús era inocente y que se lo
habían entregado por envidia. Aunque se lavo las manos, el agua no pudo borrar
la grave responsabilidad que tuvo en este asunto. Su comportamiento muestra la
perversidad de la justicia que llega al punto de condenar a muerte, a
sabiendas, al inocente, teniendo la autoridad y el poder para evitarlo.
La actitud de Pilato ante Jesús es un ejemplo de cómo
no hay que obrar. Sigue teniendo toda su actualidad. Las circunstancias nos
pueden poner a todos en una situación semejante en la que tendremos que optar
entre condenar al inocente o defender su inocencia. Optar por la justicia
supone una gran valentía que no se improvisa. Para ello es preciso educar
constantemente nuestro espíritu en el Espíritu del Evangelio.
En el momento de la muerte de Jesús los tres primeros
evangelios cuentan que el velo del templo se rasgó en dos de arriba abajo, pero
Mateo es el único que añade que la tierra tembló, las rocas se rasgaron, las
tumbas se abrieron y muchos cuerpos de santos que habían muerto resucitaron.
Después que Jesús resucitó salieron de las tumbas, entraron en la Ciudad Santa
y se aparecieron a muchos.
La muerte de Jesús remueve la historia, el presente y
el futuro de la humanidad. Su muerte desemboca en una resurrección que restaura
todas las cosas.
Un último detalle propio del relato de la Pasión de
Mateo es que los Sumos Sacerdotes y los fariseos acudieron en grupo para pedir
a Pilato que diera la orden de vigilar el sepulcro de Jesús hasta el tercer
día, con el fin de evitar que sus discípulos robaran su cuerpo y dijeran que
había resucitado de entre los muertos, con lo que la última impostura sería
peor que la primera.
Pero ni la vigilancia más estricta sería capaz de
retener a Jesús en el sepulcro. Ninguna tumba podría retener al Autor de la
Vida.
Que la Virgen María, que acompañó a Jesús hasta la
cruz, nos guíe a lo largo de estos días santos para que vivamos más plenamente
la Pascua de su Hijo.
José Alirio Lagarejo Palomeque
Sacerdote
El Señor me escuchó y tuvo compasión de mí. El Señor se ha hecho mi auxilio (Sal 29,11) ✍
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