miércoles, 25 de marzo de 2020

Comentario: Jueves, IV Semana de Cuaresma


Color: MORADO

26 de marzo de 2020
REFLEXIONANDO LA PALABRA

Aleja el incendio de tu ira
Resulta curioso cómo acostumbramos a poner sentimientos humanos al Dios que nos salva. En este caso el capítulo del Éxodo, vemos a un Dios que amenaza a su pueblo Israel, porque se ha construido un becerro de oro. Un ídolo construido por manos humanas, a quien se le reconoce la liberación de la esclavitud en manos de los egipcios.

El pueblo, ignorando la autoridad del profeta Moisés, sigue la inmediatez de su impaciencia y construye un becerro de oro para adorarlo.  Porque en el fondo, el pueblo quiere un Dios a su medida, un Dios que se pueda manipular y crear a su antojo, un dios que sea tangible, reconocerlo en la materialidad de la vida.

Este hecho hace encender la ira de Yahvé, y resulta curioso también, que sea Moisés el que le recuerde su alianza y su promesa, y calme la ira de Dios. Es un Dios celoso por una parte de su pueblo, y un Dios que se deja calmar por el profeta por otra. Es una relación íntima la que subyace entre Moisés y Dios. Sin embargo, hemos de preguntarnos ¿Dios puede sentir ira? y como consecuencia de ello ¿nos castiga?

La ira y los celos son sentimientos humanos, proyectados a un Dios por el sentido de la culpa, del olvido de Dios, de la manipulación de Dios a nuestro antojo. La ira y los celos nos sacan fuera de nuestro equilibrio emocional, y nos quita la libertad de expresarlo de una manera sana. ¿Puede Dios tener sentimientos insanos?

El “No” se encuentra implícito en todas las respuestas. ¿Cómo puede Dios, lleno de misericordia y compasión, que escucha el sufrimiento de su pueblo, y lo libera de la opresión contradecirse a sí mismo? Dios es pura compasión y misericordia, por eso nos espera en el camino de la fe.

 ¡Y no queréis venir a mí para tener vida!
Esta admiración de Jesús en el Evangelio de Juan, nos sitúa en la incredulidad del pueblo judío, que goza de testimonios claros por una parte de los profetas, por otra, el testimonio más reciente de Juan, que era la lámpara que ardía y brillaba, y los judíos quisieron gozar por un instante de su luz.

Jesús sitúa su testimonio por encima del testimonio de Juan, pero entiende que no puede dar testimonio de sí mismo porque no sería válido. Jesús habla de un testimonio mayor, el del Padre, el de las Escrituras, el de Moisés: todos dan testimonio del Hijo. Todos esos testimonios son creíbles, pero Jesús lanza la pregunta: si teniendo a las Escrituras y a Moisés no creéis ¿cómo vais a creer en mis palabras?

Los mismos testimonios en los que el pueblo tiene su esperanza es quien acusará a los judíos ante su incredulidad.

La incredulidad es uno de los rasgos más característicos de nuestra sociedad actual, sobre todo la europea, que es una sociedad hastiada de lo religioso. Pero la incredulidad se ha convertido en una irreligiosidad: la ausencia total de religión. El hombre no se siente religado a ningún Dios. Se ha endiosado a sí mismo, creyéndose juez y señor de todo.

Esta autorreferencia del hombre, hace que el humanismo cristiano esté pasando por una crisis importante en los tiempos actuales; un humanismo que habla de un ser humano que mira hacia la amplitud de su vida, y que tiene como referencia a un Dios creador, misericordioso, lleno de amor y ternura para con los hombres. Pero, ¿Qué se ha perdido? ¿A Dios? ¿Los valores que descubrimos en la Fe en Dios? ¿el amor? ¿el sentido de la paz?

Lo cierto es que esta autorreferencia del hombre, construida desde la tecnificación, el gregarismo, el materialismo… ha generado un hombre violento, autodestructivo. Sólo tenemos que mirar la cantidad de actos violentos que atentan hoy contra la vida humana, la naturaleza, la creación...

La economía es el actual becerro de oro que se nos propone hoy como liberador de las opresiones, un sistema injusto que envuelve en la precariedad a muchos pueblos. Otros ponen el acento en políticas trasnochadas que prometen la salvación, pero no dejan de ser el despertar de antiguos sistemas que están llamados al fracaso.

Ante esta situación, está la frase de Jesús llena de lamento: ¡Y no queréis venir a mí para tener vida eterna! El camino del hombre sin Dios es equívoco, resulta una catástrofe de dimensiones incalculables.

Los que nos decimos creyentes hemos de orar poniendo en pie nuestra esperanza. Levantar nuestras voces frente a esta deshumanización acelerada de la vida. Y orar para que en el silencio se aplaque la ira de los pueblos que injustamente son oprimidos. Orar para no caer en la tentación del desaliento, ni tampoco en el conformismo adaptativo de una religión anquilosada.

José Alirio Lagarejo Palomeque
Sacerdote

El Señor me escuchó y tuvo compasión de mí.  El Señor se ha hecho mi auxilio (Sal 29,11)




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