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VERDE/BLANCO
9
de junio de 2020
“Sal
y luz: identidad del cristiano” (Mt 5, 13-16)
El evangelio de hoy es continuación inmediata de las bienaventuranzas, que veíamos ayer y que resumen las actitudes básicas del que quiere pertenecer al reino de Dios. Mediante 3 parábolas-proverbios nos muestra hoy Jesús la identidad de su discípulo: “Ustedes son la sal de la tierra. Pero si la sal se vuelve sosa, ¿con qué la salarán?... Ustedes son la luz del mundo. No se puede ocultar una ciudad puesta en lo alto de un monte. Tampoco se enciende una vela para meterla debajo del celemín, sino para ponerla en el candelero y que alumbre a todos los de la casa. Alumbre así su luz a los hombres para que vean sus buenas obras y den gloria a su Padre que está en el cielo” (Mc 4, 21; Lc 8, 16).
Con relación a todo el discurso del monte, que
seguiremos leyendo estos días, las 3 parábolas sirven de introducción a las
instrucciones que seguirán, en las que Jesús explica más en detalle la
identidad y el talante de su seguidor y cuáles son las obras que glorificarán a
Dios. Como Cristo mismo, su discípulo
debe ser sal de la tierra, luz del mundo y ciudad visible en lo alto de un
monte. Esas tres imágenes convergen en
una misma dirección: testimonio personal de la vida del creyente al servicio de
los demás.
El que se dice haber conocido a Dios y creer en Jesús,
que es la salvación y la luz del mundo, no puede menos que compartir con los
demás la sal y la luz, contagiando gozo y paz, irradiando la alegría de una fe
activa. De ninguna de las dos funciones
de la sal está eximido el creyente: 1ra Para que la vida humana merezca vivirse
con sentido y con sabor a Dios. 2da Para que el mundo en que habita no se
corrompa por las pasiones del hombre terrero: lujuria, soberbia y codicia. Lo mismo que la comida y los alimentos, eso
es lo que está necesitando nuestra sociedad: la sal que la libre de la
insipidez y del sinsentido de la existencia, así como de la degradación de la
convivencia humana.
Cada uno de nosotros debemos hacernos estas preguntas
hoy cómo podemos colaborar y en qué medida hemos de ofrecer los talentos
recibidos de Dios a un mundo que necesita desesperadamente nuestras “buenas
obras”, como la sal y la luz, para conocer y bendecir a Dios, el Padre de todos
que está en el cielo.
No podemos perder el sabor y la luminosidad cristiana
diluyéndolos en palabrería, ni siquiera en meras prácticas piadosas. Si la gente ve nuestra fe religiosa y nuestra
conducta orientadas a la fraternidad y al amor, nos reconocerán como portadores
de la luz de Cristo y darían gloria al Padre.
Como la sal y la luz, nuestra fe y condición cristiana no admiten
términos medios: o transforman e iluminan la vida, o no sirven para nada.
Gracias, Padre, porque nos destinas con Cristo
a dar sabor a un mundo insípido, áspero y desbrido
y a una vida devastada por el egoísmo y la mentira.
Gracias por la confianza. Pero es misión difícil
la de ser sal fundida, sabrosa y necesaria, que actúa
desde dentro sin ostentación sin hacerse notar
Cambia, Señor, nuestras tinieblas en luz,
nuestra noche en día, para que irradiemos gozo y paz,
esperanza y optimismo en medio del tedio de la vida.
Que tu palabra sea luz en nuestro caminar.
Ayúdanos con tu gracia y transfórmanos con tu Espíritu
para que no guardemos para nosotros la sal y la luz.
“Tú que habitas al amparo del Altísimo, que vives a la
sombra del Omnipotente, di al Señor: «Refugio mío, alcázar mío, Dios mío,
confío en ti” (Sal 90)✍️
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