sábado, 26 de octubre de 2019

XXX Domingo. Tiempo Ordinario. Ciclo C

Color: VERDE

27 de octubre de 2019

La súplica del humilde atraviesa las nubes

PRIMERA LECTURA

Lectura del libro del Eclesiástico    35, 12-14. 16-18

El Señor es juez y no hace distinción de personas: no se muestra parcial contra el pobre y escucha la súplica del oprimido; no desoye la plegaria del huérfano, ni a la viuda, cuando expone su queja.

El que rinde el culto que agrada al Señor, es aceptado, y su plegaria llega hasta las nubes. La súplica del humilde atraviesa las nubes y mientras no llega a su destino, él no se consuela: no desiste hasta que el Altísimo interviene, para juzgar a los justos y hacerles justicia.

Palabra de Dios.
Te alabamos Señor

SALMO    Sal 33, 2-3. 17-18. 19 y 23 (R.: 7ab)

R.    El pobre invocó al Señor, y él lo escuchó.

Bendeciré al Señor en todo tiempo,
su alabanza estará siempre en mis labios.

Mi alma se gloría en el señor:
que lo oigan los humildes y se alegren.

El Señor rechaza a los que hacen el mal
para borrar su recuerdo de la tierra.
Cuando ellos claman, el Señor los escucha
y los libra de todas sus angustias.

El Señor está cerca del que sufre
y salva a los que están abatidos.
El Señor rescata a sus servidores,
y los que se refugian en él no serán castigados.

SEGUNDA LECTURA

Lectura de la segunda carta del apóstol san Pablo a Timoteo    4, 6-8. 16-18

Querido hermano:

Yo ya estoy a punto de ser derramado como una libación, y el momento de mi partida se aproxima: he peleado hasta el fin el buen combate, concluí mi carrera, conservé la fe. Y ya está preparada para mí la corona de justicia, que el Señor, como justo Juez, me dará en ese Día, y no solamente a mí, sino a todos los que hayan aguardado con amor su Manifestación.

Cuando hice mi primera defensa, nadie me acompañó, sino que todos me abandonaron. ¡Ojalá que no les sea tenido en cuenta!

Pero el Señor estuvo a mi lado, dándome fuerzas, para que el mensaje fuera proclamado por mi intermedio y llegara a oídos de todos los paganos. Así fui librado de la boca del león.

El Señor me librará de todo mal y me preservará hasta que entre en su Reino celestial. ¡A él sea la gloria por los siglos de los siglos! Amén.

Palabra de Dios.
Te alabamos Señor

Lectura del santo Evangelio según san Lucas    18, 9-14

Refiriéndose a algunos que se tenían por justos y despreciaban a los demás, dijo también esta parábola:

«Dos hombres subieron al Templo para orar; uno era fariseo y el otro, publicano. El fariseo, de pie, oraba así: “Dios mío, te doy gracias porque no soy como los demás hombres, que son ladrones, injustos y adúlteros; ni tampoco como ese publicano. Ayuno dos veces por semana y pago la décima parte de todas mis entradas.”

En cambio, el publicano, manteniéndose a distancia, no se animaba siquiera a levantar los ojos al cielo, sino que se golpeaba el pecho, diciendo: “¡Dios mío, ten piedad de mí, que soy un pecador!”

Les aseguro que este último volvió a su casa justificado, pero no el primero. Porque todo el que se ensalza será humillado y el que se humilla será ensalzado.»

Palabra del Señor.
Gloria a ti Señor Jesús

REFLEXIONANDO LA PALABRA

La primera lectura confirma como el grito del pobre alcanza las nubes. El pobre en este caso no es el que no tiene dinero, sino el que sabe que es pobre porque no corresponde a lo que Dios quiere de él. Este vacío, muchas veces doloroso se hace necesario: el pobre que sirve a Dios «consigue el favor del Señor». Dios es Juez, justo e imparcial pero tiene una debilidad que no puede disimular: siente una ternura especial, maternal, por el pobre, por el pecador, por el indigente. Dios no hace acepción de personas, pero sus predilectos son los necesitados.

La segunda lectura muestra a Pablo en prisión y ante los tribunales. Su muerte es inminente, sintiéndose abandonado de casi todos, no está solo: el Señor le acompaña. Sabe que «ha combatido bien su combate», no sólo cuando era libre, sino también ahora, en su pobreza actual. Pero su autodefensa ante el tribunal se convierte precisamente en su último y decisivo «anuncio», el mensaje que oirán «todos los gentiles».

A las tres de la tarde que era el tiempo de la oración, y en el grandioso marco del templo se encuentran un súper practicante religioso y un alejado. El fariseo hace la oración según la costumbre de su tiempo: de pie y con las manos alzadas y extendidas. El esquema de su oración es el conocido y oficialmente habitual. Su boca dice palabras de acción de gracias, pero, en el fondo, se siente justo ante Dios y desprecia a los no cumplidores.

El publicano también emplea una oración conocida: el salmo 51. Pero se siente indigno y sin derechos ante Dios. Es lo más profundo de su ser quien habla. Se ve necesitado de una gracia que no cree merecer.
Con la parábola del fariseo y del publicano nos encontramos ante un “test” de vida cristiana actual y de todos los tiempos. Los fariseos eran, en general, personas respetadas por su honradez. En política, eran patriotas nacionalistas no violentos. Religiosamente eran muy piadosos y fieles cumplidores de la ley, entendida ésta según su minuciosa y pormenorizada interpretación.

El fariseo tiene como base doctrinal para su vida de fe, que en la medida en que cumpla la ley de Dios, en esa medida Dios lo premiará y lo salvará. La salvación para él no depende tanto de Dios cuanto de sí mismo, de su propia fidelidad, de su propia vida. Esto hace que para el fariseo la ley sea fuente de derechos ante Dios. Para él las obras buenas hacen al hombre bueno y merecedor, por derecho propio, de la propia salvación.
Los publicanos eran los encargados de recoger el impuesto que exigían los ocupantes romanos, al cual añadían una comisión, a menudo muy abultada, con la que se enriquecían: se trataba por tanto de un grupo de gente que sumaban el colaboracionismo a la extorsión y que en materia religiosa eran impíos. Irreligiosidad, robo y colaboracionismo son sus líneas de vida. En esta parábola el publicano es el hombre “desnudo” ante Dios. No esconde la realidad de su vida pecadora como recaudador de impuestos al servicio del imperio romano, no se excusa defendiendo su puesto de trabajo. Se ve tan pobre y tan poca cosa ante Dios que ni se atreve a levantar los ojos. Sinceramente pide perdón de su pecado, de su mala vida.
Y Dios, lo mira con ojos de bondad, lo ama y lo salva. A Dios no lo asusta la verdad del hombre, la realidad sincera de nuestra vida pecadora. Más aún: la desea, como base de su obra salvadora. Solamente el hombre desnudo de toda suficiencia y orgullo puede ser salvado.
Cristo no condena al fariseo por ser un ser religioso, por llevar una vida moral digna, por practicar fielmente el ayuno y el diezmo. Lo que critica es que no entiende la gratuidad de la salvación y cree en la necesidad de comprarla con el cumplimiento de la ley. Su obsesión no es el amor, es lo mandado. Su espíritu de juicio, lo lleva a pensar que no existe otra forma de vida religiosa, que pueda merecer la gracia de Dios. Únicamente porque juzga a los otros, volverá a casa sin la seguridad de haber alcanzado la misericordia de Dios.
Cristo no alaba la ausencia de moralidad y la escasa religiosidad del publicano; Cristo subraya su humildad, su arrepentimiento que lo lleva a descubrir en su presencia que debe cambiar su mala vida. Sólo tiene para presentar a Dios, sus robos a pobres, huérfanos y viudas, su avaricia, su estafa, su falta de respeto a la ley y su poco amor a la patria. Su oración reconociéndose pecador y culpable y la abstención de juzgar en su corazón; será lo que lo justifique, lo que le haga volver a casa con el sentimiento profundo del perdón de Dios.
Todo el Evangelio es una palabra de esperanza para los pecadores. Nuestras obras no nos otorgan derechos ante Dios, ni justifican su abrazo gratuito. La seguridad no puede residir, nunca en nosotros mismos, sino en la misericordia de Dios.

Cuánto más seguros de nosotros mismos, más nos alejamos de entender y recibir la verdadera salvación.
El Dios de Jesús, el Dios de la oración que Jesús aprueba, es un Dios de los pobres, de los que se sienten insuficientes, insatisfechos, pobres, pecadores, impotentes para acabar con el mal dentro y fuera de ellos mismos. Nuestra oración, nuestra relación con Dios, no debe ser la del que vive satisfecho de lo que es y de lo que hace; y que se presenta delante de Dios para que mire sus libros de cuentas bien ordenados y se los apruebe, sino la del que se sabe que le queda todavía mucho por andar, que le faltan muchas cosas, que no puede sentirse tranquilo con su vida, que siempre debe esperar más.
Jesús nos invita a romper con toda aparente seguridad construida sobre la dureza, la intransigencia, la descalificación de personas y grupos que llevan a ver todo mal fuera de lo nuestro y a sospechar de los que se acercan a otras fronteras, de los que son diferentes, pecadores, abatidos o que nos ponen en cuestión.

El discípulo es aquel que camina al encuentro del Dios que salva, teniendo muy presente su pobreza, su limitación, su pecado. Desde el abismo de nuestra nada podremos llamar a Dios y Él nos escuchará, nos salvará, seremos justificados y experimentaremos ser amados de Dios.
La Iglesia de discípulos – misioneros está llamada a ser la comunidad de los que sienten la necesidad del amor, de la misericordia y del perdón de Dios. La Iglesia se desfigura a sí misma cuando se piensa a sí misma y actúa como un grupo de intachables que levantan constantemente su dedo acusador ante los demás. En cambio, la Iglesia muestra su verdadero rostro y corazón cuando vive como una comunidad de pecadores arrepentidos, reconciliados y justificados por Dios; comunidad que no se envanece por sus méritos sino que humildemente se abre y da gracias por la misericordia y se hace transparencia de esa misma misericordia ante el mundo; sabiendo que nada somos y que estamos completamente en sus manos.

José Alirio Lagarejo Palomeque
Sacerdote


"Yo he venido para que tengan vida y vida en abundancia" (Jn 10,10)

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