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27 de octubre de 2019
La súplica del humilde atraviesa las nubes
PRIMERA LECTURA
Lectura del libro del Eclesiástico 35, 12-14. 16-18
El Señor es juez y no hace distinción de personas: no
se muestra parcial contra el pobre y escucha la súplica del oprimido; no desoye
la plegaria del huérfano, ni a la viuda, cuando expone su queja.
El que rinde el culto que agrada al Señor, es
aceptado, y su plegaria llega hasta las nubes. La súplica del humilde atraviesa
las nubes y mientras no llega a su destino, él no se consuela: no desiste hasta
que el Altísimo interviene, para juzgar a los justos y hacerles justicia.
Palabra de Dios.
Te alabamos Señor
SALMO Sal 33,
2-3. 17-18. 19 y 23 (R.: 7ab)
R. El pobre
invocó al Señor, y él lo escuchó.
Bendeciré al Señor en todo tiempo,
su alabanza estará siempre en mis labios.
Mi alma se gloría en el señor:
que lo oigan los humildes y se alegren.
El Señor rechaza a los que hacen el mal
para borrar su recuerdo de la tierra.
Cuando ellos claman, el Señor los escucha
y los libra de todas sus angustias.
El Señor está cerca del que sufre
y salva a los que están abatidos.
El Señor rescata a sus servidores,
y los que se refugian en él no serán castigados.
SEGUNDA LECTURA
Lectura de la segunda carta del apóstol san Pablo a
Timoteo 4, 6-8. 16-18
Querido hermano:
Yo ya estoy a punto de ser derramado como una
libación, y el momento de mi partida se aproxima: he peleado hasta el fin el
buen combate, concluí mi carrera, conservé la fe. Y ya está preparada para mí
la corona de justicia, que el Señor, como justo Juez, me dará en ese Día, y no
solamente a mí, sino a todos los que hayan aguardado con amor su Manifestación.
Cuando hice mi primera defensa, nadie me acompañó,
sino que todos me abandonaron. ¡Ojalá que no les sea tenido en cuenta!
Pero el Señor estuvo a mi lado, dándome fuerzas, para
que el mensaje fuera proclamado por mi intermedio y llegara a oídos de todos
los paganos. Así fui librado de la boca del león.
El Señor me librará de todo mal y me preservará hasta
que entre en su Reino celestial. ¡A él sea la gloria por los siglos de los
siglos! Amén.
Palabra de Dios.
Te alabamos Señor
Lectura del santo Evangelio según san Lucas 18, 9-14
Refiriéndose a algunos que se tenían por justos y
despreciaban a los demás, dijo también esta parábola:
«Dos hombres subieron al Templo para orar; uno era
fariseo y el otro, publicano. El fariseo, de pie, oraba así: “Dios mío, te doy
gracias porque no soy como los demás hombres, que son ladrones, injustos y
adúlteros; ni tampoco como ese publicano. Ayuno dos veces por semana y pago la
décima parte de todas mis entradas.”
En cambio, el publicano, manteniéndose a distancia, no
se animaba siquiera a levantar los ojos al cielo, sino que se golpeaba el
pecho, diciendo: “¡Dios mío, ten piedad de mí, que soy un pecador!”
Les aseguro que este último volvió a su casa
justificado, pero no el primero. Porque todo el que se ensalza será humillado y
el que se humilla será ensalzado.»
Palabra del Señor.
Gloria a ti Señor Jesús
REFLEXIONANDO LA PALABRA
La primera lectura confirma como el grito del pobre
alcanza las nubes. El pobre en este caso no es el que no tiene dinero, sino el
que sabe que es pobre porque no corresponde a lo que Dios quiere de él. Este
vacío, muchas veces doloroso se hace necesario: el pobre que sirve a Dios
«consigue el favor del Señor». Dios es Juez, justo e imparcial pero tiene una
debilidad que no puede disimular: siente una ternura especial, maternal, por el
pobre, por el pecador, por el indigente. Dios no hace acepción de personas,
pero sus predilectos son los necesitados.
La segunda lectura muestra a Pablo en prisión y ante
los tribunales. Su muerte es inminente, sintiéndose abandonado de casi todos,
no está solo: el Señor le acompaña. Sabe que «ha combatido bien su combate», no
sólo cuando era libre, sino también ahora, en su pobreza actual. Pero su
autodefensa ante el tribunal se convierte precisamente en su último y decisivo
«anuncio», el mensaje que oirán «todos los gentiles».
A las tres de la tarde que era el tiempo de la
oración, y en el grandioso marco del templo se encuentran un súper practicante
religioso y un alejado. El fariseo hace la oración según la costumbre de su
tiempo: de pie y con las manos alzadas y extendidas. El esquema de su oración
es el conocido y oficialmente habitual. Su boca dice palabras de acción de
gracias, pero, en el fondo, se siente justo ante Dios y desprecia a los no
cumplidores.
El publicano también emplea una oración conocida: el
salmo 51. Pero se siente indigno y sin derechos ante Dios. Es lo más profundo
de su ser quien habla. Se ve necesitado de una gracia que no cree merecer.
Con la parábola del fariseo y del publicano nos
encontramos ante un “test” de vida cristiana actual y de todos los tiempos. Los
fariseos eran, en general, personas respetadas por su honradez. En política,
eran patriotas nacionalistas no violentos. Religiosamente eran muy piadosos y
fieles cumplidores de la ley, entendida ésta según su minuciosa y pormenorizada
interpretación.
El fariseo tiene como base doctrinal para su vida de
fe, que en la medida en que cumpla la ley de Dios, en esa medida Dios lo
premiará y lo salvará. La salvación para él no depende tanto de Dios cuanto de
sí mismo, de su propia fidelidad, de su propia vida. Esto hace que para el
fariseo la ley sea fuente de derechos ante Dios. Para él las obras buenas hacen
al hombre bueno y merecedor, por derecho propio, de la propia salvación.
Los publicanos eran los encargados de recoger el
impuesto que exigían los ocupantes romanos, al cual añadían una comisión, a
menudo muy abultada, con la que se enriquecían: se trataba por tanto de un
grupo de gente que sumaban el colaboracionismo a la extorsión y que en materia
religiosa eran impíos. Irreligiosidad, robo y colaboracionismo son sus líneas
de vida. En esta parábola el publicano es el hombre “desnudo” ante Dios. No
esconde la realidad de su vida pecadora como recaudador de impuestos al
servicio del imperio romano, no se excusa defendiendo su puesto de trabajo. Se
ve tan pobre y tan poca cosa ante Dios que ni se atreve a levantar los ojos.
Sinceramente pide perdón de su pecado, de su mala vida.
Y Dios, lo mira con ojos de bondad, lo ama y lo salva.
A Dios no lo asusta la verdad del hombre, la realidad sincera de nuestra vida
pecadora. Más aún: la desea, como base de su obra salvadora. Solamente el
hombre desnudo de toda suficiencia y orgullo puede ser salvado.
Cristo no condena al fariseo por ser un ser religioso,
por llevar una vida moral digna, por practicar fielmente el ayuno y el diezmo.
Lo que critica es que no entiende la gratuidad de la salvación y cree en la
necesidad de comprarla con el cumplimiento de la ley. Su obsesión no es el
amor, es lo mandado. Su espíritu de juicio, lo lleva a pensar que no existe
otra forma de vida religiosa, que pueda merecer la gracia de Dios. Únicamente
porque juzga a los otros, volverá a casa sin la seguridad de haber alcanzado la
misericordia de Dios.
Cristo no alaba la ausencia de moralidad y la escasa
religiosidad del publicano; Cristo subraya su humildad, su arrepentimiento que
lo lleva a descubrir en su presencia que debe cambiar su mala vida. Sólo tiene
para presentar a Dios, sus robos a pobres, huérfanos y viudas, su avaricia, su
estafa, su falta de respeto a la ley y su poco amor a la patria. Su oración
reconociéndose pecador y culpable y la abstención de juzgar en su corazón; será
lo que lo justifique, lo que le haga volver a casa con el sentimiento profundo
del perdón de Dios.
Todo el Evangelio es una palabra de esperanza para los
pecadores. Nuestras obras no nos otorgan derechos ante Dios, ni justifican su
abrazo gratuito. La seguridad no puede residir, nunca en nosotros mismos, sino
en la misericordia de Dios.
Cuánto más seguros de nosotros mismos, más nos
alejamos de entender y recibir la verdadera salvación.
El Dios de Jesús, el Dios de la oración que Jesús aprueba,
es un Dios de los pobres, de los que se sienten insuficientes, insatisfechos,
pobres, pecadores, impotentes para acabar con el mal dentro y fuera de ellos
mismos. Nuestra oración, nuestra relación con Dios, no debe ser la del que vive
satisfecho de lo que es y de lo que hace; y que se presenta delante de Dios
para que mire sus libros de cuentas bien ordenados y se los apruebe, sino la
del que se sabe que le queda todavía mucho por andar, que le faltan muchas
cosas, que no puede sentirse tranquilo con su vida, que siempre debe esperar
más.
Jesús nos invita a romper con toda aparente seguridad
construida sobre la dureza, la intransigencia, la descalificación de personas y
grupos que llevan a ver todo mal fuera de lo nuestro y a sospechar de los que
se acercan a otras fronteras, de los que son diferentes, pecadores, abatidos o
que nos ponen en cuestión.
El discípulo es aquel que camina al encuentro del Dios
que salva, teniendo muy presente su pobreza, su limitación, su pecado. Desde el
abismo de nuestra nada podremos llamar a Dios y Él nos escuchará, nos salvará,
seremos justificados y experimentaremos ser amados de Dios.
La Iglesia de discípulos – misioneros está llamada a
ser la comunidad de los que sienten la necesidad del amor, de la misericordia y
del perdón de Dios. La Iglesia se desfigura a sí misma cuando se piensa a sí
misma y actúa como un grupo de intachables que levantan constantemente su dedo
acusador ante los demás. En cambio, la Iglesia muestra su verdadero rostro y
corazón cuando vive como una comunidad de pecadores arrepentidos, reconciliados
y justificados por Dios; comunidad que no se envanece por sus méritos sino que
humildemente se abre y da gracias por la misericordia y se hace transparencia
de esa misma misericordia ante el mundo; sabiendo que nada somos y que estamos
completamente en sus manos.
José Alirio Lagarejo Palomeque
Sacerdote
"Yo he venido para que tengan vida y vida en
abundancia" (Jn 10,10)✍
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