domingo, 7 de junio de 2020

Reflexionando



Color: VERDE

8 de junio de 2020


“Un programa nuevo de felicidad” (MT 5, 1-12)

Jesús conocía el corazón humano, sediento de felicidad.  Todo ser humano quiere ser feliz; en consecuencia, busca la manera de conseguirlo, conforme a lo que cada uno entiende por felicidad: riqueza y dinero, éxito y posición social, seguridad y amor, poder y dominio, sexo y placer… Jesús propone un camino seguro de felicidad, aunque nuevo y paradójico.

La página de las bienaventuranzas es la más revolucionaria del Evangelio, porque en ella establece Jesús una inversión total de los criterios mundanos respecto de la felicidad.  Él declara dichosos, porque ya desde ahora poseen el Reino y el favor de Dios, a cuantos el mundo tiene por infelices: los pobres y los hambrientos, los que lloran y sufren, los misericordiosos que saben perdonar, los rectos y limpios de corazón, los que fomentan la paz y desechan la violencia, los perseguidos por su fidelidad a Dios.

Debido a la novedad radical y paradójica de las bienaventuranzas de Jesús, hay quienes las tachan de utopía irrealizable y sin la más elemental lógica; para otros son un mero ideal espiritualista, sublime pero inalcanzable.  Sin embargo, Jesús las pronunció consciente de su significado y alcance; y las propuso entonces y las propone hoy a todo hombre y mujer que quieran seguir su mismo camino, porque son las actitudes básicas para ser su discípulo-misionero, para asimilar el espíritu del Reino y para conseguir la felicidad en plenitud por el camino de la liberación.

Antes de Cristo nadie se había atrevido a hacer tales afirmaciones.  Tan paradójicas son las bienaventuranzas que solamente las entiende quien las vive y practica, como hizo Jesús mismo.  Su vida constituye la mejor clave de interpretación de las bienaventuranzas.  Él fue pobre y sufrido, tuvo hambre y sed de justicia, creó paz y reconciliación, fue perseguido y murió por la salvación del hombre.  Encarnando en su persona las bienaventuranzas, éstas se convierten para su discípulo en programa realizable y operativo.

Las bienaventuranzas de Cristo no son espiritualismo desencarnado, ni pasividad alienante, ni resignación fatalista.  Él no las pronunció para justificar y perpetuar una clase social de hombres y mujeres apocados, contentos con una esperanza futura.  Su felicidad es presente, pero conlleva un compromiso personal y efectivo con la pobreza y el sufrimiento humano en cualquiera de sus manifestaciones, mediante el desprendimiento y el aguante, la opción por la sinceridad y la justicia, la construcción de la paz, el rechazo de la violencia, la fraternidad, el amor y la solidaridad entre los hombres.

Que el Señor nos conceda fe, amor y coraje suficientes para entender las bienaventuranzas, asimilarlas y vivirlas con Cristo.

Gracias, Señor Jesús, porque, proclamándolos dichosos,
devolviste la dignidad, el Reino y la esperanza
a los que el mundo tiene por últimos e infelices:
los pobres y los humildes, los que lloran y sufren,
los que tienen hambre y sed de fidelidad a Dios,
los misericordiosos que saben perdonar a los demás,
los que proceden con un corazón limpio y sincero,
los que fomentan la paz y desechan la violencia,
los perseguidos por servirte a ti y al Evangelio.

Tú eres el primero que realizaste este programa,
y tu ejemplo nos anima a seguirte hasta el final.
Tú eres nuestra fuerza. ¡Bendito seas por siempre, Señor!


“Tú que habitas al amparo del Altísimo, que vives a la sombra del Omnipotente, di al Señor: «Refugio mío, alcázar mío, Dios mío, confío en ti” (Sal 90)

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